Comentario
CAPÍTULO X
Apadrina el gobernador a Casquin dos veces y hace amigos los dos curacas
El gobernador, antes que Casquin respondiese, preguntó a los intérpretes qué era lo que Capaha había dicho y, habiéndolo sabido, le dijo que los españoles no habían venido a sus tierras para los dejar más encendidos en sus guerras y enemistades que antes estaban, sino para ponerlos en paz y concordia, y que del enojo que los casquines le habían dado tenía él mismo la culpa por no haber esperado en su pueblo cuando los castellanos vinieron a él, o por no le haber enviado algún mensajero al camino, que, si lo hiciera, no entraran sus enemigos en su pueblo ni en su término y, pues el daño pasado lo había causado su propia inadvertencia, le rogaba tuviese por bien de perder la saña y olvidar las pasiones que los dos hasta aquel día habían tenido, y de allí adelante fuesen amigos y buenos vecinos, y que esto les pedía y encargaba a los dos, como amigo de ambos, y si era menester, se lo mandaba so pena de tener por enemigo al que no le obedeciese.
Capaha respondió al gobernador que, por habérselo mandado su señoría y por servirle, holgaba de ser amigo de Casquin, y así se abrazaron como dos hermanos, mas el semblante de los rostros ni el mirarse el uno al otro no era de verdadera amistad. Empero, con la que pudieron fingir, hablaron los dos curacas con el general en muchas cosas, así de España como de las provincias que los españoles habían visto en la Florida. Duró la conversación hasta que les avisaron que era hora de comer para que se pasasen a otro aposento donde les tenían puesta la mesa para todos tres, porque el gobernador siempre honraba a los caciques con sentarlos a comer consigo. El adelantado se sentó a la cabecera de la mesa y Casquin, que desde el primer día que con él había comido se sentaba a su mano derecha, tomó el mismo asiento. Capaha, que lo vio, dijo sin mostrar mal semblante: "Bien sabes, Casquin, que ese lugar es mío por muchas razones, y las principales son que mi calidad es más ilustre, mi señorío más antiguo y mi estado mayor que el tuyo. Por cualquiera de estas tres cosas no debieras tomar ese asiento, pues sabes que por cada una de ellas me pertenece."
El gobernador, que andaba apadrinando a Casquin, pareciéndole novedad lo que había pasado, quiso saber lo que Capaha le había dicho, y, habiéndolo entendido le dijo: "Puesto que todo eso que habéis dicho sea verdad, es justo que la antigüedad y canas de Casquin sean respetadas, y que vos, que sois mozo, honréis al viejo con darle el lugar más preeminente, porque es obligación natural que los mozos tienen de acatar a los viejos, y, haciéndolo así, se honran ellos mismos." Capaha respondió diciendo: "Señor, si yo tuviera por huésped en mi casa a Casquin, por sus canas, y sin ellas, le diera yo el primer lugar de mi mesa y le hiciera toda la demás honra que pudiera, mas, comiendo en la ajena, no me parece justo perder mis preeminencias porque son de mis antepasados, y mis vasallos, principalmente los nobles, me lo tendrían a mal. Si vuestra señoría gusta que yo coma a su mesa, sea con darme el lugar de su mano derecha, porque es mío; donde no, yo me voy a comer con mis soldados, que me será más honroso y para ellos de mayor contento que no verme con mengua de lo que soy y de lo que mis padres me dejaron." Casquin, que por una parte deseaba aplacar el enojo pasado a Capaha y por otra veía que era verdad todo lo que había dicho y alegado en su favor, se levantó de la silla y dijo al gobernador: "Señor, Capaha tiene mucha razón y pide justicia. Suplico a vuestra señoría mande darle su asiento y lugar, que es éste, y yo me sentaré al otro lado, que a la mesa de vuestra señoría en cualquier parte de ella estoy muy honrado." Diciendo esto se pasó a la mano izquierda, y, sin alguna pesadumbre, se asentó a comer, con lo cual se apaciguó Capaha y tomó su silla y con todo buen semblante comió con el gobernador.
Escríbense estas cosas tan por menudo, aunque parece que no son de importancia, porque se vea que la ambición de la honra, más que otra pasión alguna, tiene mucha fuerza en todos los hombres, por bárbaros y ajenos que sean de toda buena enseñanza y doctrina. Y así se admiraron el gobernador y los caballeros que con él estaban de ver lo que entre los dos curacas había pasado, porque no entendían que en los indios se hallasen cosas tan afinadas en la honra ni que ellos fuesen tan puntuosos en ella.
Luego que el gobernador y los dos caciques hubieron comido, trajeron delante de ellos las dos mujeres de Capaha, que dijimos habían preso los casquines cuando entraron en el pueblo, y se las presentaron a Capaha, habiendo el día antes dado libertad a toda la demás gente que con ellas habían cautivado. Capaha las recibió con mucho agradecimiento de la magnificencia que con él se usaba y, después de haberlas aceptado por suyas, dijo al gobernador suplicaba a su señoría se sirviese de ellas, que él se las ofrecía y presentaba de muy buena voluntad. El gobernador le dijo que no las había menester, porque traía mucha gente de servicio. El curaca replicó diciendo que, si no las quería para su servicio, las diése de su mano al capitán o soldado a quien de ellas quisiese hacer merced porque no habían de volver a su casa ni quedar en su tierra. Entendiose que Capaha las aborreciese y echase de sí por sospecha que tuviese de que, habiendo estado presas en poder de sus enemigos, sería imposible que dejasen de estar contaminadas.
El gobernador, porque el curaca no se desdeñase, le dijo que, por ser dádiva de su mano, las aceptaba. Ellas eran hermosas en extremo, y, aunque lo eran tanto y el cacique era mozo, bastó la sospecha para odiarlas y apartarlas de sí. Por este hecho se podrá ver cuánto se abomine entre estos indios aquel delito, y con el destierro y castigo de estas mujeres parece que se comprueba lo que atrás dijimos acerca de sus leyes contra el adulterio.